Tal vez sea posible decir que en ese periodo imaginamos otra función para los festivales de cine: más que una acción para formar nuevos espectadores, se convirtieron en un centro para formar nuevos realizadores. Imaginamos el festival no como un espacio para difundir nuevas películas (o al menos no sólo eso), sino como un lugar para inventar un espectador privilegiado y activo, capaz de ver con anticipación la película que aún no se ha realizado. No en vano, la separación entre la teoría y la práctica era mínima entonces. Los cineastas hacían cine (una cámara en la mano) filmando y escribiendo (muchas ideas en la cabeza): Brevísima teoría del cine documental, Estética del hambre, Por un cine imperfecto, Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, Tercer cine, Dialéctica del espectador, Estética del sueño, Teoría del plano secuencia integral, Manifiesto por un cinema popular, Instrucciones para hacer un filme en un país subdesarrollado y Apuntes para un juicio crítico descolonizado son textos entre el ensayo, el manifiesto y algo de guion cinematográfico. Más radicalmente, quizá sea posible decir que las fronteras en general dejaron de existir en ese tiempo de guiones. Se llamaba al realizador y al espectador a participar igualmente en el proceso creativo del cine, pues —como subrayaba Gutiérrez Alea en Dialéctica del espectador— “el espectador que contempla un espectáculo está ante el producto de un proceso que ha creado una imagen ficticia cuyo punto de partida es también un acto de contemplación viva de la realidad objetiva por parte del artista”.