Luego del plano inicial y a diferencia de su filme anterior, el comienzo de El romance del Aniceto y la Francisca es brusco, brutal. A lo largo de todo el filme, Favio elidirá ferozmente todo tipo de transiciones temporales y visuales. Así, los personajes pasarán del primer encuentro a la cama y de ahí a la pelea, dejando en el espectador la sensación de que muy poco tiempo pasó entre ambos momentos. Así también, un plano general dará paso sin pausa a un plano detalle, volviendo a generar un choque extraño entre la placidez del escenario y la brutalidad del corte que procede a manera de zarpazo. El final de la escena del cuchillazo es clave —una serie de latigazos visuales algo confusos que terminan con Aniceto herido—, como si Favio hubiese querido hacer su propia versión de la escena de la ducha de
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Psicosis, de
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Alfred Hitchcock.
Similar esquema es el que Favio usa para narrar la espera y el reencuentro. La lectura de dos cartas acompañadas por largos y detallados planos secuencia se ve interrumpida, brutalmente, por el primer plano del beso de la reunión. A lo largo del filme se repetirá esta fórmula que, en todo momento, parece contrastar la calma aparente del lugar con la fiereza de las emociones. Un estilo que, como en
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Crónica de un niño solo, deja claras evidencias de la presencia de la cámara y del narrador, si bien aquí, al estar enmarcado en un formato de cuento (la historia se basa en un texto de su hermano,
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Zuhair Jury), su presencia está más que justificada.
Favio se ha declarado a lo largo de su vida como un cineasta de las emociones y ha puesto sus películas al servicio de la transmisión de éstas. Sin embargo, no utiliza los procedimientos convencionales para acceder a ese estado de intensidad sensorial. Lejos de intentar producirla mediante el procedimiento acumulativo del montaje tradicional, Favio buscará generarla a través de un efecto de choque entre la calma y la intensidad.
En una función teatral del pueblo, Aniceto cruza una serie de miradas furtivas con Lucía (
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María Vaner), las cuales Favio vuelve a montar de forma asociativa, en un formato que se asemeja al de cierto cine surrealista. Luego se la reencontrará buscando agua y quedará en evidencia que no hay vuelta atrás para él. Favio muestra a Lucía casi como una villana de cine mudo: morena, seductora, pícara. Casi el opuesto de la Francisca amable, rubia y “santita”, como la define Aniceto.
Francisca descubrirá que Aniceto guarda un secreto cuando descubra un anillo que él ha comprado, “para un amigo”, asegura. Favio ejemplificará esa distancia que surge en la pareja a través de un montaje paralelo en el que ambos parecen turnarse para habitar la pequeña casa, ella de noche y él de día, casi sin cruzarse. Muchas de las escenas y la construcción de los espacios en el filme funcionan como metáforas de los estados de ánimo de los protagonistas. Alejados del realismo por una puesta en escena y un montaje que los vuelve poéticos, son más transmisores de sensaciones que de avances narrativos. No es casual que en los inicios de la separación entre Aniceto y Francisca, Favio muestre por primera vez una pelea entre los gallos de riña.
La siguiente escena del baile del pueblo está organizada narrativamente de una forma más clásica, pero aquí hasta el plano general que Favio usa para mostrar el lugar está puesto con la función específica de mostrar los códigos del baile. Pronto se verá cómo los combina, llamativamente, con planos cruzados de Aniceto y Lucía mirándose antes de salir a bailar. Una vez entrelazados pasarán, sin preámbulos, de presentarse a declararse su amor. Favio, en una nueva demostración de absoluto desinterés por la organización narrativa convencional, pasa de la stasis absoluta a la acción concreta, evitando los planos y los tiempos de transición.
El mismo sistema se repite en la despedida de Aniceto y Francisca: una escena de tres minutos que consiste en un largo plano de él sobre el fondo de una pared blanca, la aparición de ella para decir sólo “bueno, chau” y otro largo plano de ella yéndose de la pequeña casa y perdiéndose en la noche. A excepción de un árbol lejano que se deja ver entre la oscuridad, la escena podría transcurrir en el mismísimo vacío. No hay casi nada que la conecte a la realidad: transcurre en el universo puro y despojado de las emociones.
Tras la partida de Francisca, Aniceto va a buscar a Lucía para pedirle que vaya a vivir con él en la que tal vez sea la escena más claramente narrativa que tiene el filme. Si bien se mantiene dentro del furioso sistema de elipsis de toda la película, aquí hay una serie de explicaciones y transiciones que concluirán en una pelea cuando ella no acepte y Aniceto le de una bofetada. Será el fin de la segunda parte del filme y, con Aniceto caminando hacia lo profundo de la noche, es clara la sensación de que el tercer acto incorporará la tragedia.
La tercera parte del filme se centrará en sus intentos de recuperar a Lucía, pero más que nada pondrá el acento en la soledad de Aniceto (¿Crónica de un hombre solo?), que pasa los días en su casa —la que, simbólicamente, parece volverse mucho más pequeña desde que no está la Francisca—, ensaya en voz alta sus intentos de ir a buscar a Lucía y bebe café en un bar en un plano idéntico al de
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Humphrey Bogart en la celebre escena del bar de Casablanca.
Lucía ha seguido con su vida y Aniceto cae en depresión. La tragedia se desatará cuando Aniceto venda y luego intente recuperar el gallo de riña. Favio se toma casi seis minutos para narrar la venta del Blanquito en sólo tres largos planos, tal vez los mejores de toda la película. Perdido ya en la negrura de la noche —los planos nocturnos son realmente nocturnos— y sin encontrar a Lucía, Aniceto querrá recuperar el gallo en una serie de escenas que funcionan como eco de las anteriores (son otra vez tres planos muy extensos) pero que marcan, por primera vez, desde un ángulo extrañísimo, la curiosa arquitectura del lugar. Su intromisión en la casa del vecino terminará, previsiblemente, mal.
La historia del Aniceto termina en tragedia cuando le disparan mientras trata, torpemente, de recuperar el gallo. La cámara de Favio se elevará desde el barrio hacia el cielo y mientras las voces y los gritos en italiano de los vecinos abruman desde la banda sonora, el plano se abrirá para mostrarnos las miles de otras historias similares que podrían estar sucediendo paralelamente. Favio deja para el final un detalle significativo y hace pasar lo que parece ser un satélite por el cielo. La modernidad, queda claro, sigue mirando para otro lado.
La violencia es un tema persistente a lo largo de las primeras películas de Leonardo Favio, pero siempre más sugerida que en primer plano. En Crónica de un niño solo alcanza su máxima expresión en la secuencia fuera de campo de la violación del chico.En El romance del Aniceto y la Francisca hay cuchillazos, bofetadas y disparos, pero —a excepción del final— se mantiene en el terreno de lo breve y sorpresivo.