Aun cuando la historia se sitúe en 1979 —es decir, durante el mandato más programáticamente totalitario de la primera Junta de militares, bajo
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Videla— en el filme ya se concibe el exilio como fracaso de las políticas de liberación de los años setenta; el exilio, en consecuencia, en Tangos, es una diáspora imaginada desde la época posterior de la democracia. La película no representa, por ejemplo, las discusiones entre los exiliados políticos para volver a la Argentina con el objetivo de resistir y retomar la lucha armada, como de hecho lo hace, desde el género narrativo de lo fantástico, la película contemporánea del argentino
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Hugo Santiago, Las veredas de Saturno (1986) que comparte con la cinta de Solanas casi todos sus temas, aunque sean filmes que se oponen estética y políticamente en todo.
Las discusiones más intensas en Tangos se concentran, entre los músicos exiliados, en la cuestión de la creación artística de la “tanguedia”, antes que en la resistencia a la dictadura desde el exterior. Solanas excluye así toda mención cinematográfica a la cuestión de la lucha armada, aun cuando se trate del cineasta que había llamado a la rebelión por las armas en el documental de los años sesenta, muy explícitamente en el epílogo de la primera parte de ese filme (que, en una nueva edición de la película, en los años noventa, fue removido). La mayor amenaza que se cierne, pues, sobre los músicos en el exilio es la imposibilidad de concluir la obra y entonces estrenarla, es decir, la posibilidad de fracasar, en términos artísticos, en el exilio. La amenaza no es aquella que se plantea por las consecuencias polémicas de los actos políticos planeados para la Argentina, que es causa de una aguda discusión entre exiliados en el film de Hugo Santiago. En consecuencia, Tangos... no deja de concebir la creación artística desde el tópico (tardíamente romántico) de la sublimación por el arte: ante el fracaso de la política, la sublimación artística; ante la crisis del horizonte de transformación revolucionaria, la compensación simbólica de lo artístico. Incluso, es preciso observar también que la búsqueda del éxito artístico —que es sin duda vital para los exiliados que han perdido todos sus lazos afectivos, que en efecto puede ser un modo de arraigarse en la tierra desolada del exilio—, es a la vez la búsqueda por el reconocimiento de la mirada extranjera, más particularmente europea (parisina), porque es justamente ante espectadores franceses que resulta necesario estrenar la “tanguedia”. El “neocolonialismo cultural” ya no es, en Tangos, el exilio de Gardel, un problema estético-político; ahora en la afirmación de lo artístico latinoamericano, su legitimidad vuelve a situarse no obstante en París, el espacio en que los artistas argentinos exiliados despliegan su creatividad, aunque con conflictos, por los prejuicios europeos, para ser cabalmente comprendidos.
Sin la radicalidad del cine político argentino de los años sesenta y setenta, sin su clandestinidad frontalmente antiestatal, el nuevo cine mexicano, que tuvo su emergencia, hacia los años sesenta, por una serie de políticas de la industria cinematográfica subvencionada por el Estado, también realizó, como cine “alternativo” una crítica contra el partido gobernante de la revolución institucionalizada, es decir, el PRI (Partido Revolucionario Institucional).