En esa modernización interna a la industria —antes que su repulsa exterior por jóvenes cineastas que la desprecian y no aspiran a formar parte de sus estructuras, como ocurre con otros cines modernos de la región— se sitúa la condición de posibilidad de la estética de Ripstein13Para una narración de esos inicios, véase Emilio García Riera, Arturo Ripstein habla de su cine, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1988, pp. 27-51. .
Inicialmente deudor del cine mexicano industrial de
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Luis Buñuel, en Tiempo de morir (1965) y en El lugar sin límites (1977), hay un trabajo por el cual aquello que se representa está a la vez muy sutilmente desviado, enervado, como si se tratara de una erosión sostenida del modo de representación clásico (industrial) sin que se lo abandone y, por supuesto, sin que se lo ataque frontalmente. En cambio, en El imperio de la fortuna (1986) Ripstein continúa manteniendo las convenciones del relato clásico pero ahora no importa su debilitamiento, su devastación silenciosa, sino que se han extremado sus personajes y las situaciones, que son cada vez más excéntricos, más obscenos, más sórdidos hasta un límite impensable, casi irrepresentable, que solo puede volver a trasgredir el mismo cineasta (como ocurre, luego, en los años noventa, con Profundo carmesí). En este punto, Ripstein resulta inasimilable para el cine de la región que se repliega en lo artístico y la subjetivación de los procesos políticos, tal vez precisamente porque estuvo desvinculado de las preocupaciones latinoamericanas por la imperfección estética y por la liberación política.
Aunque no puede considerarse una radicalización, sino la continuidad inalterada de un proyecto estético, un caso semejante es el del cineasta mexicano
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Jaime Humberto Hermosillo, por una invariabilidad que habría que atribuir a una misma pertenencia industrial. Pero aquello que en Ripstein conduce a un extremo cada vez más agudo de los propios planteos, en Hermosillo, entre
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La pasión según Berenice (1975) y
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Doña Herlinda y su hijo (1985) no hay cambios estéticos notorios, salvo aquellos que sería preciso vincular con una ampliación contemporánea de los límites de la narración de ciertos temas, posibilidad que es externa a la poética del cineasta, aunque sea inmediatamente notable en ella. Si bien entre un filme y el otro puede observarse la continuidad que reside en el trabajo con un mismo estatuto de personaje femenino (Berenice, en un caso, y doña Herlinda, en el otro), la misma perversidad (la viuda incendiaria; la madre que se involucra en la intimidad de su hijo), una situación familiar semejante (madrina y ahijada; madre, hijo, novia y amante), aquello que varía en el film de los años ochenta es la explicitación del vínculo homosexual, no sólo en términos verbales sino también visuales. Hermosillo es brillante en la representación de la represión sexual en la sociedad mexicana, en el modo en que trabaja los pliegues casi barrocos del machismo que se extiende a todas las clases sociales y a los géneros sexuales, y en el modo en que consigue poner en escena vínculos homosociales que se deslizan, como por una pendiente directa pero a la vez llena de volutas culturales, hacia los lazos homosexuales.
Aun cuando la homosexualidad no constituyera el tema explícito de La pasión según Berenice o el de Intimidades en un cuarto de baño (1989), puede observarse en ambas películas el mismo modo de trabajo en torno a la vida sexual en la sociedad mexicana, y cuyos desenlaces trágicos responden a una revisión o reformulación, que no busca ser crítica, del género del melodrama. En este punto, en el cine de Hermosillo no se puede señalar una diferencia estético ideológica entre épocas, como es preciso, por el contrario, con casi todo el resto del cine del continente, por razones que aún es necesario continuar dilucidando.