Como médico, Aldo Francia actúa concretamente, día a día. Como cineasta, quiere exponer la fatalidad de quienes no nacieron como él. La fatalidad, por ejemplo, de la familia de Mario González (
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Hugo Cárcamo), ese padre viudo que lleva demasiado tiempo cesante, y participa en el robo y descuartizamiento de una vaca. En cuanto se pronuncia su sentencia, mientras se dirige al furgón que lo llevará a la cárcel en el impresionante plano secuencia del director de fotografía argentino
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Diego Bonacina, la película enuncia la pregunta y evoca la respuesta inevitable: ¿Qué va a pasar ahora con su familia? Se perderá sin duda en la delincuencia, la vagancia y la prostitución.
Según me cuenta Francia, y tal como lo narró en su libro Nuevo Cine Latinoamericano en Viña del Mar (Cesoc, Chile, 1990), la historia central y las de los distintos personajes se basan todas en casos de los que se enteró directa o indirectamente, pero que luego “desdramatizó” en el guion (escrito con Román) para que no pareciera que estaba exagerando y manipulando la realidad.
Valparaíso, mi amor relata la errancia de los hijos menores del cuatrero: los adolescentes Antonia (
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Liliana Cabrera), Ricardo (
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Rigoberto Rojo, del Hogar de Menores de Carabineros, como todos los niños del filme) y Chirigua (
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Pedro Manuel Álvarez), además del pequeño
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Marcelo. Los cuatro erran más por la vida que por la ciudad. El territorio lo conocen. Lo que tienen que descubrir es la manera de sobrevivir en él, pues saben que tendrán que hacerlo solos. Tienen la suerte de tener una casa y una familia: un padre que los ama, aunque está encerrado, y María (
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Sara Astica), la “comadre” que vive con ellos tras la muerte de la mamá, que busca protegerlos lo mejor que puede. Pero ella misma está embarazada (de esa vez que el “compadre” volvió algo borracho, supone sin rencor), y apenas puede con la casa y su trabajo de lavandera. Al comienzo intenta retenerlos. Cuando quieren bajar al “plan” (el centro plano de la ciudad, cerca del mar) trata de impedírselos, pues considera que es arriesgado y reprensible para niños de buena crianza como la que ella quisiera darles. Pero esas pretensiones no tienen cabida entre las frágiles paredes de una casa donde falta de todo. Los hermanos, por su parte, lo sienten casi como una obligación: “tenemos que bajar al plan”. ¿Qué más se quedarían haciendo, si no? El colegio de todos modos nunca parece una opción. En el centro, allí donde terminan las empinadas escaleras que separan la precariedad de la modernidad, se sienten libres y, sobre todo, se buscan la vida.
En esos momentos los observo a través de planos abiertos, desde lo alto, lo que a veces les da más espacio. A veces esos planos muestran cómo desaparecen, invisibles e insignificantes entre la multitud. Allí abajo no le importan a nadie más que a sí mismos.
María tiene razón cuando sospecha que “andan limosneando”. Antonia no tiene problema en llevarse a Marcelo a cantar en las micros (o colectivo, bus, camión, según el país) que atraviesan la ciudad, o en medio de la multitud que va a comprar al mercado. Su canción favorita es
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La joya del pacífico (de
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Víctor Acosta), de cuyos versos salió el título de la película.
Hacia el final, en la escena en el
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Yako bar, quien aparece cantándola es el propio “ruiseñor de los cerros de Valparaíso”,
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Jorge Farías, el mismo que transformó la oda al puerto en verdadero himno de la ciudad.
Mientras Antonia y Marcelo cantan, sus hermanos tratan de hacerse unas monedas ayudando a las dueñas de casa a cargar sus compras, pero para eso tienen que disputarse el territorio con otros niños que no dudan en defender su fuente de ingresos con violencia, igual que los que luego le darán una
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paliza a Chirigua por tratar de limpiar tumbas en el cementerio a cambio de una propina.
¡Pobre Chirigua! En cierta forma, de todos los hermanos, es probablemente el que lleva una existencia más errante; el único que parece querer oponerse a su fatalidad, tener una ilusión de elección moral, hesitando ante la ocasión de robar.