Si Tony no vio a Luis robar el animal, y Luis asegura que no hizo nada, entonces esto hay que aclararlo entre hombres: conversando... Y tomando.
Aunque al comienzo se hace el tímido, harto le queda gustando el teshuino. Tony no lo dice, pero sé que sabe que está viviendo el mayor aprendizaje de esta aventura: hacerse cargo de sus prejuicios y enfrentar al que está acusando a base de rumores. Y, ¿quién lo hubiera imaginado? Acaba ganando un amigo.
Me da pena ver a Evaristo, despertándose enfermo en medio de la nada, empecinado en cumplir su misión. Perseverante como él solo, encuentra al tío abuelo y
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entrega la preciada encomienda. Aunque no estaría nada mal quedarse allí a descansar y dejar que lo cuiden y sanen, tiene que salir corriendo, literalmente. Ayer aprovechó de enviar un mensaje por la radio, y si Tony lo oyó, lo estará esperando en la escuela de un pueblo cercano.
Ni él se dio cuenta de cómo su errancia de niño perdido con remordimientos por haber desobedecido se transforma en un itinerario diseñado por él mismo, con una estrategia para impartir indicaciones. Yo creo que está pensando en eso ahí en la parte trasera de una camioneta, con una sonrisa satisfecha pese a que todavía va algo enfermo, disfrutando del viento en su cara, sabiéndose menos niño que ayer.
Y efectivamente encuentra a Tony, que acudió a la cita al oír su mensaje. Pero el milagro que más ansiaba Evaristo no se produjo: por ningún lado se ve el caballo. De pronto vuelven a ser dos niños asustados porque saben que desobedecieron. No es un posible castigo lo que los inquieta, sino la conciencia del problema que están causando para la familia. No se atreven a volver sin el animal, e incluso, por un momento, se les pasa por la cabeza robarse otro para compensar la pérdida. Tras la errancia de la ida, es hora de emprender el regreso, con un tesoro extraviado pero una riqueza ganada. Mientras arrastran los pies dirigiéndose de vuelta a su valle, van ensayando una posible mentira, pero finalmente se preparan para enfrentar la verdad. La lluvia torrencial que les impide seguir tal vez sea un regalo del cielo, porque todavía no se sienten listos para volver a casa. Y qué casualidad que el lugar más cercano donde puedan guarecerse por la noche sea la escuela primaria de la que se acaban de graduar, ahora cerrada por las vacaciones. Han pasado apenas unos días desde que dejaron atrás esa etapa, pero ahora vuelven casi como pequeños adultos visitando su niñez.
Cochochi está estructurada con precisión para llegar a ese desenlace, en que lo que se había desordenado parece volver a su sitio; en que todo parece reconciliarse. Las tensiones se aplacan, los errores se enmiendan y las decisiones se asumen, para cada uno hacer lo que desea de su vida.
Con una tranquila alegría, dejo atrás la sierra. Me doy cuenta de que, sin haberlo decidido, me estoy dirigiendo de vuelta hacia Brasil, aunque esta vez para errar por otros tiempos y otros mares. Pero primero me desvío al otro lado del Atlántico, donde un joven burgués brasileño camina hacia la Gare du Nord de París, en el verano de 1929. Su mirada se detiene en un kiosko.
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Mário Peixoto acaba de tener una revelación.
En la portada de la revista francesa Vu del 14 de agosto, una fotografía del húngaro
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André Kertész lo estremece, lo seduce, y cambia su vida a sus escasos veintiún años. El rostro de mujer, con el cuello rodeado por los brazos de un hombre con las manos esposadas será, como él mismo contará después, el germen de la única película acabada del cineasta convertido en leyenda.
De vuelta en su hotel, esa misma noche comienza a anotar imágenes, visiones que asaltan su mente febril. Poco después, atravesamos juntos el océano de vuelta a su país y al creativo círculo de amigos y artistas que lo apoyan en la concreción de sus ensoñaciones.
Esa errancia mental a partir de una fotografía vista por casualidad finalmente toma la forma de Limite (Límite), uno de los últimos filmes mudos de Brasil, rodado por un puñado de apasionados que acompañaron a Peixoto frente a y detrás de la cámara. Y es gracias a otros apasionados, los jóvenes del Chaplin Club, que llega a la pantalla del cine Capitólio de la ciudad de Río de Janeiro el 17 de mayo de 1931. Sin estreno comercial, el filme será visto rara vez en su país, adquiriendo, con los años y las décadas, un aura mítica. Pero eso está lejos, en el futuro, en medio de homenajes y restauraciones hoy inimaginables. Hoy eso no existe, mientras el veinteañero vive la intensidad del presente.
Limite es una errancia narrativa, formal y existencial, entre geografías y geometrías, entre tierra y agua, entre encierro y libertad, entre vida y muerte. Cada personaje huye de su propia vida: una mujer se fuga de prisión; otra, de un matrimonio infeliz; un hombre huye de una relación con una mujer casada y, según se entera, leprosa.
Es una errancia temporal, con constantes saltos narrativos para ir armando un rompecabezas dramático, que es ante todo una excusa para el rompecabezas visual y sus minúsculas piezas que se unen para revelar el cuadro global. Es también una errancia espacial, con la cámara saltando constantemente el eje, alternando perspectivas y planos, asociando imágenes libremente, fragmentando nuestra percepción siempre limitada, pero a la vez, por la multiplicidad de ángulos y detalles, nunca restringida a un solo punto de vista.
El encadenamiento de ideas y de motivos por el que nos lleva Limite está ritmado por la magnífica música seleccionada por
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Brutus Pedreira, con fragmentos de
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Erik Satie,
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Claude Debussy,
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Serguéi Prokofiev,
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Aleksandr Borodin,
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Maurice Ravel,
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Igor F. Stravinski y
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César Franck.